NO HAY UN DÍA QUE NO PIENSE EN ELLA
La violencia de
la marea fue mermando a medida que los minutos pasaban.
Mientras
caminaba, pisaba cada charco, salpicándome los zapatos, como cuando era niño.
Si bien Río Gallegos ya no era el mismo, las lluvias, de vez en cuando, le
daban un toque de antaño, como si las calles envejecieran con cada gota.
Ese día me sentí
muy solo, por lo que decidí salir a distraerme. Recorrí la costanera hasta
llegar al puerto. Su enrejado y los carteles me prohibían pasar, así que apoyé
mi frente en él y perdí mi vista en las tablas derruidas de la pasarela y mucho
más allá.
Cuando la marea
subió esa mañana, el remolcador de YCF pareció cobrar vida nuevamente, como
muchos años atrás, flotando sobre el agua. Sin embargo, ahora que
la marea había descendido, su óxido volvió a afear su cara y mostró la erosión
del tiempo.
Cuando estaba
por irme, sentí un chillido en la playa. Estiré el cuello, pero no vi nada.
Giré hacia la derecha y caminé unos pasos y volví a sentirlo. Se asemejaba al
ruido de un ave y al mismo tiempo de un lobo marino. No obstante, mis ojos no
encontraban nada, hasta que debajo del viejo puerto de YCF noté un movimiento
entre las altas columnas del muelle. Quise agudizar la percepción de mis oídos,
pero el silbido del viento evitó que pudiese identificar el origen del ruido.
Casi trotando, llegué a la escalinata y bajé por los peldaños hasta que pisé la
arena húmeda. Caminé unos pasos y me coloqué justo debajo del muelle. Busqué
con la mirada hasta que la vi. A simple vista no supe qué era, pero se trataba
de una mujer que tenía la mitad del cuerpo sumergido en las turbias aguas del
estuario. Avancé con lentitud hasta donde ella estaba y noté que tenía el torso
desnudo, y que su larga cabellera rojiza, como el polvo de un ladrillo, estaba
llena de arena. Alzó la vista y fijó sus ojos en mí. Me quedé inmóvil ante su
figura y la tristeza de su mirada. Clavó sus dedos en la arena y se impulsó
hacia delante. Me agaché para ayudarla pero mis manos resbalaron a causa de su
piel escamosa y caí sentado al suelo. Jadeó unas cuantas veces y produjo el
chillido, que yo antes había escuchado. No sabía qué hacer y cuando le pregunté
qué le había pasado, sólo me respondió con gruñidos y, perdiendo sus fuerzas,
se dejó caer sobre la arena.
Me acerqué otra
vez y logré ver que debajo de su cintura, en lugar de piernas, tenía cuerpo de
pez. Cuando intenté arrastrarla fuera del agua, volví a resbalar hasta que la
sujeté con todas mis fuerzas, la abracé a mi cuerpo, sintiendo todo el frío del
mar en el mío, y logré sacarla del agua. Traté de encontrarle el pulso, pero
fue inútil. Había muerto. Miré alrededor y no había nadie. Me dispuse a
quedarme sentado en la playa, temblando por el frío, hasta decidir qué iba a hacer
con ella. Pero minutos más tarde, el viento pareció enfurecerse y transformó
las pequeñas olas en una marejada violenta, que se la llevó hacia los fondos
turbulentos que dan hacia la boca del océano.
Así fue cómo
ella desapareció ante mis ojos, volviendo a su mundo, a su lugar.
Desde entonces
no hay un día que no piense en ella.
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