miércoles, 16 de agosto de 2017

PRIMER PREMIO A "NO HAY UN DÍA QUE NO PIENSE EN ELLA" (2009)

En el año 2009, se repitió el certamen literiario "Estímulo a las letras", organizado por el Concejo Deliberante local, donde fui premiado por segunda vez con el relato "No hay un día que no piense en ella".




NO HAY UN DÍA QUE NO PIENSE EN ELLA

La violencia de la marea fue mermando a medida que los minutos pasa­ban.
Mientras caminaba, pisaba cada charco, salpicándome los zapatos, como cuando era niño. Si bien Río Gallegos ya no era el mismo, las lluvias, de vez en cuando, le daban un toque de antaño, como si las calles envejecieran con cada gota.
Ese día me sentí muy solo, por lo que decidí salir a distraerme. Recorrí la cos­tanera hasta llegar al puerto. Su enrejado y los carteles me prohibían pasar, así que apoyé mi frente en él y perdí mi vista en las tablas derruidas de la pasarela y mucho más allá.
Cuando la marea subió esa mañana, el remolcador de YCF pareció cobrar vida nuevamente, como muchos años atrás, flotando sobre el agua. Sin embargo, ahora que la marea había descendido, su óxido volvió a afear su cara y mostró la erosión del tiempo.
Cuando estaba por irme, sentí un chillido en la playa. Estiré el cuello, pero no vi nada. Giré hacia la derecha y caminé unos pasos y volví a sentirlo. Se ase­mejaba al ruido de un ave y al mismo tiempo de un lobo marino. No obstante, mis ojos no encontraban nada, hasta que debajo del viejo puerto de YCF noté un movimiento entre las altas columnas del muelle. Quise agudizar la percepción de mis oídos, pero el silbido del viento evitó que pudiese identificar el origen del ruido. Casi trotando, llegué a la escalinata y bajé por los peldaños hasta que pisé la arena húmeda. Caminé unos pasos y me coloqué justo debajo del mue­lle. Busqué con la mirada hasta que la vi. A simple vista no supe qué era, pero se trataba de una mujer que tenía la mitad del cuerpo sumergido en las turbias aguas del estuario. Avancé con lentitud hasta donde ella estaba y noté que tenía el torso desnudo, y que su larga cabellera rojiza, como el polvo de un ladrillo, estaba llena de arena. Alzó la vista y fijó sus ojos en mí. Me quedé inmóvil ante su figura y la tristeza de su mirada. Clavó sus dedos en la arena y se impulsó hacia delante. Me agaché para ayudarla pero mis manos resbalaron a causa de su piel escamosa y caí sentado al suelo. Jadeó unas cuantas veces y produjo el chillido, que yo antes había escuchado. No sabía qué hacer y cuando le pregunté qué le había pasado, sólo me respondió con gruñidos y, perdiendo sus fuerzas, se dejó caer sobre la arena.
Me acerqué otra vez y logré ver que debajo de su cintura, en lugar de piernas, tenía cuerpo de pez. Cuando intenté arrastrarla fuera del agua, volví a resbalar hasta que la sujeté con todas mis fuerzas, la abracé a mi cuerpo, sintiendo todo el frío del mar en el mío, y logré sacarla del agua. Traté de encontrarle el pulso, pero fue inútil. Había muerto. Miré alrededor y no había nadie. Me dispuse a quedarme sentado en la playa, temblando por el frío, hasta decidir qué iba a ha­cer con ella. Pero minutos más tarde, el viento pareció enfurecerse y transformó las pequeñas olas en una marejada violenta, que se la llevó hacia los fondos turbulentos que dan hacia la boca del océano.
Así fue cómo ella desapareció ante mis ojos, volviendo a su mundo, a su lugar.
Desde entonces no hay un día que no piense en ella.

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